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El desenlace del caso Diana Quer ha vuelto a poner de manifiesto la dinámica social de esta sociedad en la que nos ha tocado vivir y cómo cada uno de los actores que la forman maneja o manipula su materia prima según su leal saber o entender, que dirían los clásicos.
Al caso no le han faltado actores, investigadores, jueces, periodistas, periódicos y medios en general, opinadores, tertulianos, médiums y gente de todo tipo y condición, cada cual jugando sus cartas y arrimando el ascua a su sardina.
El ruido, en forma de —desinformada—opinión no ha faltado. Cohortes de medios alimentados con el atronador murmullo de internet se han hartado de soltar sandeces sobre el tema. La malograda Diana estaba huida, enfadada con sus padres, con la sociedad, era de natural voluble y reacciones impredecibles, todo sea dicho con el debido respeto a quién ya nos ha dejado para siempre. Su familia era una mezcla de gente rica con graves problemas de naturaleza difusa, una especie de Falcon Crest pero sin viñedos ni tanta laca y todo el entorno familiar se vio rodeado, sin serlo realmente, de un halo de pérfido misterio que, en ocasiones llegaba incluso a bordear la autoría o complicidad de unos hechos de los que está claro que no tuvieron nada que ver. Sólo faltaba.
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