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En estos tiempos controvertidos en los que proliferan las malas noticias sobre el movimiento independentista catalán en forma de cesiones y bajadas varias de pantalones, no está de más recordar, bien por justicia o simple consuelo, la figura de dos jueces que, hasta la fecha y contra viento y marea, están ejerciendo la función de rompeolas ya no sólo contra los independentistas, sino contra el resto de poderes del Estado, principalmente el Ejecutivo, que de manera incomprensible y egoísta((El artículo 97 CE encomienda al Gobierno la dirección de la política interior y exterior, la administración del Estado y la defensa de la nación. En este sentido, el Gobierno tiene la obligación de tomar las medidas necesarias para preservar la unidad territorial y el ordenamiento constitucional.)) desatienden sus obligaciones, y consienten los desvaríos independentistas.
Los jueces Pablo Llarena y Manuel Marchena, Magistrado y presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo respectivamente, emergen así de manera involuntaria como máximos exponentes en la defensa de la constitucionalidad española al oponerse a los delirios de la caterva separatista cuya única finalidad es la de conseguir una autodeterminación cuyos beneficios sólo existen en su corrompido ideario con la complicidad del Gobierno central.
Así, Llarena como principal instructor de la llamada causa del procés, ha destacado por su incansable oposición frente a este ataque contra el Estado de Derecho con el procesamiento de numerosos líderes independentistas, dictando órdenes de detención por delitos de malversación de fondos públicos, desobediencia, rebelión y sedición, llegando a enfrentarse a la Justicia belga ante la negativa del país a la extradición del fugado Puigdemont.
Por su parte, el juez Marchena, como presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo y ponente de la sentencia condenatoria para la mayoría de aquellos, se ganó la enemistad del independentismo catalán y del Gobierno español, inexplicablemente (o no tanto) empecinado en consentir el agravio a base de tirar por tierra como sea la separación de poderes y el prestigio profesional de quienes se dedican a impartir justicia.
Como era previsible en este contexto, ambos han recibido la crítica, el descrédito y el hostigamiento como pago al cumplimiento de su deber de manera ejemplar y firme; cuestionando, sus acciones y decisiones y colocando cada uno de sus actos jurídicos bajo la sombra de la sospecha con una palabra tan de moda como engañosa y equívoca, el lawfare, que no es sino un remedo de desestabilización de la justicia que no se sostiene por ningún lado.
Valga para comprobarlo el hecho de que nadie detectase un uso de procedimientos judiciales con fines de persecución política (Una de las acepciones del término lawfare) cuando el juez Marchena intervenía en los casos Noos o Gurtel aunque ello no sea suficiente para quienes han hecho de esta palabra su ariete contra el poder judicial, dando la impresión de que han encontrado en el anglicismo la solución para aquellos casos en los que la justicia les es adversa.
Como siempre, el problema no es quienes lo dicen, sino quienes lo creen porque es lo que conviene creer.
Hacen falta más LLarenas y Marchenas.
Yo me acuerdo mucho del juez extremeño Marino Barbero. El PSOE hizo con él una barbaridad.