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manifestación

 

Yo soy mucho de pelis de romanos, lo reconozco.

Desde siempre he sentido predilección por este género cinematográfico en el que no sólo ha influido la épica del cine, a menudo reñida con la realidad histórica, sino la admiración que me despierta la organización del ejército romano, precursor de técnicas y tácticas que —algunas—aún perduran en nuestras modernas milicias.

Correlativa a esta admiración, por razones de contemporaneidad, lo es también mi inclinación por el género bélico actual, desde la Segunda Guerra Mundial hasta las actuales contiendas y escaramuzas en Oriente Medio, con la amenaza islamista en constante confrontación con occidente y el resto del mundo.

Romanos, infantes de marina y soldados de toda nacionalidad y Cuerpo representan para mí el paradigma de quien se enfrenta —aguerrido— a la muerte, en igualdad de condiciones con el adversario, poniendo en juego su propia vida y armado de un valor que a menudo supera a la capacidad de su propio armamento.

Pero la guerra ha cambiado y ni el honor ni el campo de batalla son lo que eran, es más, ya ni siquiera existen el uno ni el otro. Ahora los teatros de operaciones se trasladan a las calles y los motivos para la confrontación no tienen por qué ser importantes, ni siquiera justificables, basta con una concentración de protesta, con un evento deportivo o con una reivindicación, del tipo que sea para que los actuales soldados armados con teléfonos móviles decidan desplegar lo que les queda del añejo valor castrense para enfrentarse, cámara en mano, a las fuerzas de seguridad o a otros colectivos con los cuales andan enfrentados.

Y así, tenemos al antisoldado propiciando enfrentamientos y provocando sentimientos para conseguir una grabación con su móvil en la que —por ejemplo— un policía hace uso legítimo de la coercibilidad que le otorga su condición o un grupo de personas se enfrenta a otras por vaya a saber usted qué motivo.

Pero claro, no graba la provocación ni las causas que la han motivado, sólo las reacciones que provoca, las cuales, convenientemente editadas y sacadas de contexto servirán a redes y telediarios para dar la versión de unos hechos que, lejos de ceñirse a la realidad, a menudo forman parte de informaciones sesgadas y tendenciosas.

La miríada de programas de edición que cualquiera de nosotros podemos tener instaladas en los móviles y la propia conectividad del aparato hacen el resto del trabajo.

Esto son los nuevos soldados y las nuevas guerras, enjutos, cobardes y encapuchados, sosteniendo el cocktel molotov en una mano y el móvil en la otra para que cuando —por ejemplo—los policías que tratan de contener la agresión, respondan para que no vaya a más, puedan grabar esta última y no aquella que la provocó.

Luego se van a su casa, satisfechos con los destrozos y heridas provocadas para compartir, entre risas, sus hazañas de niñato timorato y pagado de sí mismo.

Es la sociedad que hemos ayudado a construir, en la que la verdad importa menos que la versión que cuenta quien trata de plasmarla, en la que cualquiera puede provocar, pero nadie debe responder a la provocación y si lo hace, se enfrenta al juicio de una sociedad ávida de gladiadores muertos cuya realidad ni pasado a nadie importa.

Lo pagaremos, y muy caro, cuando a quien debamos enfrentarnos, de quien debamos defendernos, empuñe contra nosotros armas de verdad.

Entonces no nos bastará con la cámara de un teléfono móvil.

One thought on “Las armas del siglo XXI

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