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Asamblea
Asamblea

Hace unos días, comprobé con desagrado la aparición de unas molestas grietas en mi casa, probablemente debido a lluvias, al desgaste del inmueble o a movimientos geológicos, todo depende de a quién de mis doctos amigos o familiares haya preguntado.

La cuestión es que, por sentido común, me puse en contacto con una empresita de albañilería para que viniesen a examinar los desconchones y me diesen, ellos sí, su opinión sobre su naturaleza y alcance, no fuera a ser que la, por dejadez o irrelevancia, la cosa fuese a mayores y tuviésemos una desgracia.

Puntuales a la mañana se presentaron en mi hogar dos mozalbetes, uno mayor que el otro, taciturnos pero dispuestos a afrontar el trance de examen e información de las fisuras.

Ufanos ellos, observaban mientras mascullaban, cada uno por su lado, el estado de las cosas y se movían, inquietos, de un lado a otro midiendo, tocando, palpando y casi degustando aquellos desperfectos que encontraban más a mano.

Hasta aquí, todo perfecto. Desprendían gran dominio de la situación y un conocimiento de los materiales y estructuras casi impropias de su edad. Así da gusto, pensé, estoy en buenas manos.

El problema surgió cuando, terminado el trabajo de campo, llegó la hora de poner en común las conclusiones a las que ambos, por separado, habían obtenido.

Desatose entonces una conversación que fue elevando el tono y la gestualidad por momentos, defendiendo, cada uno, su postura y rebatiendo la contraria con tal vehemencia que llegué a pensar que aquello era un debate entre eruditos dignos de la mejor de las escuelas griegas. Que ardor, que pasión, que ansias de tener razón…

Así las cosas, la diatriba se alargó por más de media hora, sin que yo pudiese meter baza en momento alguno, tras lo cual, un silencio casi incómodo se apoderó de la estancia y los jóvenes se dispusieron a abandonar mi casa, no sin antes emplazarme para llevar a cabo la reparación.

Pocas más explicaciones y caras largas donde antes reinaba franca camaradería.

Lego como soy en la materia, pensé que quizás serían cosas del gremio y que tan encendidos expertos eran, sin duda, la opción más correcta que podía haber elegido.

Al plazo señalado, volvieron ambos dispuestos al tajo. Tan frescos y sonrientes como la vez anterior, los ánimos parecían más calmados y dispuestos a acometer la reforma sin asomo ni recuerdo de las pasadas discrepancias.

¡Craso error!

Tan pronto como levantaron la vista a las grietas volvió el enfrentamiento verbal, esta vez ya no solo acerca del origen y naturaleza de las fisuras, sino de cómo repararlas y que materiales y herramientas emplear.

Desfilaron ante mi toda clase de disfunciones estructurales, materiales y herramientas de origen y nombre tan crípticos como desconocidos, mezclados con unos improperios que, como la vez anterior, subían de intensidad gestual y volumen a medida que los minutos iban también transitando por la estancia.

Transcurría el día y la obra no solo no avanzaba, sino que parecía imposible que la pareja de operarios se pusiese de acuerdo en los más nimios detalles, perdidos como estaban en consideraciones técnicas y asuntos de hondo calado profesional.

De repente, un “¡hasta aquí hemos llegado!” salió de manera tan abrupta como inesperada (incluso para mí), de mi garganta.

Ya está bien, les espeté, vale que tengáis puntos de vista diferentes y cosmovisiones opuestas, pero dudo que ni el mismísimo Filippo Brunelleschi ni sus discípulos pusiesen tantas discrepancias a sus cúpulas como vosotros a mis modestas rajas, así que ya estáis recogiendo estos trastes que ni habéis sacado de las cajas y marchándoos por donde habéis venido.

Iluso de mí, esperaba alguna reacción airada o contrariada por su parte. Nada más alejado de la realidad.

A mi mandato, recogieron como resortes los útiles de albañilería sin dejar las discusiones en ningún momento, más aún, sin ni siquiera dirigirme una mirada y salieron del inmueble discutiendo acerca de los modos y maneras, de los plastes y los emplastes, llanas, rellenos y revoques, con todo el artificio verbal que se pueda imaginar.

Los vi alejarse calle abajo, satisfecho de la decisión tomada en tanto en cuanto no podía, como buen padre de familia, dejar a criterio de dos inconscientes, tan cargados de prejuicios teóricos como faltos de experiencia práctica, el arreglo de las partes estructurales del edificio de mi vida.

Así no se ganarán estos la vida con lo que pretenden, pensé. Sin saber remar en la misma dirección, aprender a trabajar en equipo y asumir como propias las ideas de los demás, si son mejores que las nuestras, no se llega nunca lejos, menos aun cuando, en vez de trabajar, se pierde el tiempo en teorizar y rizar el rizo de problemas que bien debatidos, dejan de serlo para acabar encontrando siempre la solución.

Políticos hay que quieren arreglar nuestra casa cuando ni siquiera saben recoger la suya, ejemplos hay a patadas.

Engreídos y pedantes, su suficiencia roza el esperpento cuando, además, tienen la desfachatez de pedírnoslo mientras demuestran que, lejos de arreglar nuestros problemas, solo saben discutir de los suyos.

Pero claro, yo estoy hablando de albañiles.

Este artículo se publicó por primera vez en el digital “Ronda Somontano” el 16 de diciembre de 2016.

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